Se
dice que el trabajo es un vínculo mediante el cual el ser material se pone en
conjunción con el ser inmaterial, a veces llamado ser espiritual, aunque esto
lleva connotaciones más profundas, esta
conexión logra mantener un equilibrio entre ambos mundos. Algo curioso es que
todos los seres vivos y también inanimados (aparentemente), todos,
absolutamente todos TRABAJAMOS; aún los que desde distintos puntos de vista “no
trabajan” (para muchas opiniones). La realidad es que todos y todo está en actividad, sea cual fuere, en
todos los ámbitos y en todas las formas posibles, todos y todo vibra, en
distinto rango, sí, y esto es bello. Esta
vibración es el trabajo, y el trabajo tarde o temprano se hace manifiesto, y
esta manifestación, produce una transformación.
Por tanto, todo movimiento continuo sin importar el tiempo, termina transformándose en trabajo. Se dice también que el trabajo santifica; esto implica que el trabajo, movimiento, vibración o alteración de un estado a otro es armónico, es decir, el Universo está desde este punto de vista en un constante movimiento y todo lo que se mueve al unísono de éste, es armónico, pues vibra dentro de los parámetros que éste fija. En consecuencia, todo lo que NO se opone a este movimiento universal (y no sabemos qué pudiera ser) es santo, es decir, está en armonía.
Pero
existe el libre albedrio, y tenemos todo el derecho en un momento dado de creer
que como seres libres y pensantes, nuestra opinión respecto al trabajo puede
ser diferente y no encajar
en dichos parámetros.
Este
discernimiento nos lleva a colocarnos consciente o inconscientemente dentro del plan divino, y es que no puede ser
diferente, todos y todo en algún lugar de nuestro ser guardamos esa afirmación de pertenecer al todo, de
ser parte de él, y pese a todas las vicisitudes que nos puedan acontecer, esta
seguridad de llevar a Dios dentro nuestro nos da la confianza de ser parte de
ese Plan Divino.
Pero
volviendo al libre albedrio, ¿qué sucede cuando algo
incomprensible nos dice que la actividad que estamos realizando de continuo no
es satisfactoria, o que dejó de serlo?, ¿qué pasa cuando
comparamos la seguridad de ser actores del gran escenario universal con la
posibilidad de no estar en el camino correcto, o la sensación de que hemos perdido interés en nuestro trabajo individual?.
En esos momentos debemos recordar que el trabajo armónico es el que produce
placer, alegría, emoción…
Si hemos dejado de
sentir todo esto, es el momento de cambiar la forma de hacer las cosas, debemos
pensar que el trabajo nunca lo dejaremos de hacer, pero debemos aprender a
reconocer cuándo necesitamos un cambio
en la forma.
Esta
forma se inserta en el mundo material, el mundo capitalista donde embona
nuestra sociedad, que nos obliga de alguna manera a vender nuestro trabajo por dinero; esa vibración natural en
el individuo que nos capacita para realizar un trabajo de conjunto, y que es armónica, se
violenta por la voluntad del que paga, obligándonos a concentrarla en un punto que no escogimos por
intención propia. En el fondo,
cuando no estamos
completamente satisfechos por el trabajo realizado a expensas del dinero, fingimos una alegría
que no es otra cosa que un mecanismo defensivo para sentirnos menos ruines. En cambio, cuando el trabajo es
enteramente agradable,
aún cuando la recompensa
económica sea corta,
dicha suma resulta
suficiente.
Debo
esclarecer que no todo el trabajo que realiza una parte de la humanidad
concuerda con el Plan Divino, pero como se mencionó anteriormente, esto sólo retrasa el resultado final; tarde o temprano llegaremos a donde tendremos que llegar. No importa cuándo, el tiempo es significativo únicamente para nosotros, los seres humanos. Debemos comprender que somos importantes para la realización de ese plan, pero no somos imprescindibles… La eliminación de unos cuantos millones no alterará dicho plan, sólo lo retrasará. Para continuar con la clarificación de la idea imaginemos la complejidad de ese plan divino desde el punto de vista de las matemáticas contemporáneas: imaginemos miles de millones de ecuaciones complejas con millones de variables, millones de incógnitas y además relacionadas entre sí con millones de soluciones alternas que finalmente no alterarán en absoluto el resultado final.
Esto para nosotros puede resultar incomprensible, pero aceptable. Pensemos que hay en esto una inteligencia que supera cualquier cosa imaginable. Un resultado que no sabemos cuál pueda ser, ni para cuándo será, pero que intuitivamente nos hace parte de esa maquinaria portentosa. En esa disposición de ecuaciones multitudinarias, el tiempo es una más de esas variables, la mayoría desconocidas por nosotros. Ahora con el conocimiento de no ser el único planeta habitado en el Universo, contemplamos tantas y tantísimas posibilidades que encajan perfectamente en el concepto de leyes naturales que nos dejan anonadados ante tanta diversidad y perfección.
El
trabajo por tanto, es el lazo que nos
une con la creación, puesto que no se
concibe ésta sin un plan divino. He aquí que la posibilidad, y más tarde, la convicción de aceptar el retorno
de nuestra alma a través de miles de oportunidades de vida se convierte en una
herramienta para lograr este propósito.
En
tales circunstancias debemos hacer un auto-examen de conciencia y preguntarnos
si no es mejor trabajar en armonía con el plan divino que oponernos
infructuosamente a él.
¿No
es mejor encontrar el
sitio más adecuado para DAR
nuestro trabajo, que estar haciéndolo
a disgusto?, ¿no es mejor trabajar por la satisfacción de hacerlo y no por
recibir un emolumento que nos hace despreciables?. El que nos paga nos
desprecia, porque al pagar se pone por encima de nosotros. ¿No es mejor vivir
con alegría verdadera que con pena y tristeza?, ¿en qué nos hemos
convertido?, ¿aún estamos a tiempo?. Yo
creo que siempre estamos a tiempo, únicamente lo que necesitamos es reflexionar
y tomar la decisión de trabajar a gusto, cordialmente, armoniosamente. Cuando
logremos estas condiciones vamos a saber que estamos trabajando para el Plan
Divino y no contra él.
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